Poema 6;
Dos balas.
(Escribí mi amor por ti)
I.
Supe su nombre demasiado tarde, si es que llamarse Sin Nombre es tener uno. Entre las horas, los días pasaban, las noches transcurrían, las farsas se acumulaban, y sus ojos seguían en mi memoria sin importar si dormía o no. Así ocurre con los sueños de los que no se desea despertar. Aunque siempre, siempre, se acaba despertando, salvo de la muerte.
II.
Ya no despertarían más, o de hacerlo habría sido contra natura. Un cartel de "Se busca", una sonrisa perdida, una opción complicada si se mira a través del espejo: arrastrarlos cadáver parece más sencillo que vigilar prisioneros, hasta que la carga del ya bulto humano pesa más, si se tiene conciencia, o remordimientos.
Y vaya que los tenía.
III.
Eran al menos ocho bultos --once si se contaban los tres por los que no le pagarían ni un céntimo, esos los dejó atrás por no sobrecargar a las mulas--, bien que podían contarse como nueve dado que uno viajaba en mitades casi simétricas --sonrío sin gracia por conjurar el asco al recordar la escena en el aserradero. Habría poca agua de aquí hasta el pueblo con ley más cercano. "Con ley" era por supuesto una exageración, pero al menos los comisionados pagaban las recompensas antes de mandar a sus mercenarios a recuperarlas a su manera: añadiendo un bulto más a la pila.
IV.
Suspiró, calculó la hora mirando su sombra delante, el reloj se lo había dejado en el hotel doce días antes, al salir de cacería: conocía de sobra la capacidad de su presa para descubrir la emboscada por el más mínimo ruido, y las ruedecillas de ese magnífico J. W. Tucker, con ser silenciosas, le ponían los nervios de punta: nunca se sabe cuándo la cadenilla, la manecilla o la carátula misma van a chocar siquiera con un botón, cambiando de ese modo las suertes, convirtiendo al cazador en trofeo. Le adivinó más que le vió en la distancia, el rebuzno de una mula puede viajar por millas en ese mar de silencio que es el desierto casi a medio día, y se permitió una sonrisa pensando en por fin retirarse tras facturar esta pieza.
V.
"¡Bang!".
Un sólo disparo, por la espalda, hacia la figura antes humana ahora ya sólo bulto, a casi 300 metros de distancia, anunciada entre las sombras de los matorrales por no tener en ellos un ave siquiera. Vio caer el bulto antes humano hacia un lado, limpió el cañón de su rifle y observó con atención los alrededores. Menuda treta se había montado dejando las mulas en la mañana 10 millas al sur, en el abrevadero, y dando un rodeo interminable durante ocho horas, sólo para ganarle la mano a quien pudiese estarle esperando ahí, en el paso. Bien que fue suerte: se percató del detalle en los matorrales sin aves al ver un cuervo pasar sobre el acantilado, donde de hecho supusó estarían esperándole de haber alguien pendiente de interceptarle el paso. Ahora tendría que ir por el fardo, esconderlo para evitar cuervos y buitres revelasen su ruta, apurar el camino y tratar de llegar a esas mismas rocas antes del anochecer. De menos las mulas no estarían fatigadas.
VI.
El bulto no era aún bulto, seguía vivo, la bala negra alcanzó a pasarle de lado a lado, y así pues se moría sin acabar de morirse. Se acercó un poco más, desenfundó la pistola, se dispuso a apurarle el proceso de morir, mas no pudo: qué distinto era matar y convertir así en cuerpos humanos a quienes no se conoce sino por afiches, de oídas, impersonalmente y muy poco, a terminarle las noches, los días y las farsas a alguien --alguien para quien tiene en sus manos la decisión, la posibilidad y la intención de hacerlo--: terminarle por siempre, sin vuelta de hoja. Qué distinto matar un cuerpo vivo desconocido y convertirle pues en ya sólo cuerpo, a matar un cuerpo conocido y alguna vez, quizá, amado. Eso ya no podía saberlo, si fue amor o fue puro deseo, no se acordaba y no quería recordarlo, más le valía acabar de una vez. Pero no pudo. El cuerpo seguía vivo; por muy poco, sí; agonizaba, sí; y sin embargo, con mucha más ayuda de la que necesitaba para dejar de agonizar podría tal vez seguir sufriendo de vida. Sí, no podía saber si aún le amaba, pero ya muerto y por tanto bulto menos podría saber si, en caso de amarle, querría matarle por rencor, o por misericordia, o por cobrar su cabeza en caso de valer algo. Ahora sabía necesitaba ese cuerpo viviese siquiera un día más, por mientras iba a recuperar las mulas con los otros bultos en ellas, esos sí definitivamente agotados de tiempo.
VIII.
Suspiró. El cuerpo no bulto pues seguía vivo aquejó su poca vida con algo parecido también a un suspiro. Sonrió quien decidió no matarlo aún, con ironía: en otra forma de vida también habían suspirado al unísono. O casi.
IX.
Hablarle serviría de poco en estos momentos. La vida en el cuerpo tumbado a su lado era muy poca, apenas si la suficiente para no dejarle como cuerpo tumbado o llevarle como bulto a cuestas, cual si estuviese durmiendo, sin sueños. Así pues, sin hablarle, le dijo cuanto tenía que decirle: le contó de todas las horas perdidas entre la pérdida de su cariño, su compañía y sus detalles, sus manías, sus quebrantos y sus minucias; le contó del duelo de no tenerle y ni siquiera saberle por boca de nadie; le contó de la frustración y la rabia sin siquiera poder hacerle un reproche por la tanta ausencia impuesta y la tanta ignorancia de qué andaría haciendo; le contó del deseo y de los atardeceres opacos y las mañanas grises y las noches interminables, lejos, siempre lejos, de esa piel india y esos ojos oscuros que ahora le miraban fíjamente, antes de desviarse casi dolorosamente hacia abajo, comprendiendo quizá el entre sí estaba por llegar al final. Le contó todo eso, sin hablarle, sólo acercándose amorosamente a su lado, revisando el vendaje, abriendo un poco la herida para drenarla y volviendo a vendarle, para mirarle otra vez a los ojos y esbozar, vista y no vista, una sonrisa que era al tiempo gratitud y esperanza. Y acaso, promesa.
X.
¡Bang!
Se le borró la sonrisa incluso antes de escuchar el disparo, dibujándose el miedo y la ira en su rostro. "Debí desarmarle", cruzó por su mente, mientras por puro reflejo se hacía para atrás, levantándose y buscándose en el costado su propia arma, desenfundado. "Debí desarmarle", pensó de golpe, tratando de omitir de su mente el dolor que no sentía tras recibir el disparo artero y a traición mientras atendía la herida, por supuesto que iba a matarle, ni le importaban los bultos que dejó allá tirados por apurar a las mulas y no tenerlos ahí cerca, empozonsoñando el aire. "Debí desarmarle", pensó por último, antes de levantar su arma, apuntar y mirar la cara de quien probablemente ya le había asesinado también, queriendo sólo realizar la descarga de este coraje y esta impotencia al saberse de nuevo y ya definitivamente fuera de sí, no han pasado ni dos segundos desde que sonó ese disparo, y la persona que yace enfrente, con la herida de bala previa abierta y así desangrándose está a punto de morir de todos modos, sólo quiere asegurarse sea por su mano y no por la acción de haber disparado. Los ojos que hace un momento le miraban fijamente vuelven a hacerlo, como pidiendo perdón, pero por supuesto no habrá más perdón ni misericordia, y sin embargo el balazo recién recibido de verdad no le duele, qué importa, mira de nuevo esos ojos oscuros que le miran absortos, dejan de verle, y miran ahora el piso, por reflejo también los sigue con los suyos y alcanza a observar el cadáver de una serpiente cercana a su bota, por eso no le duele la herida de bala, porque no recibió ninguna.
¡Bang!, y una bala al aire deja claro nadie matará a nadie esta noche.
"Al final", se dice por dentro tras haberse lanzado a restaurar el vendaje y parar la hemorragia, "sí era amor, y no sólo deseo. No quiero te mueras, ni que mueras por mí: vivamos."
XI.
No puede hacer más, va a morir en sus brazos, apenas si hay tiempo de hablarse, no importa: tanto se han dicho no con palabras sino con sus actos: desde veinte años atrás, aquel día en que por poco y no alcanza a subir al tren y terminaron asaltándolo juntos, o catorce desde aquel otro en que estuvo a punto de matarle dos veces. Sonríe por dentro al recordar ese y otros momentos, muchos de ellos tan íntimos que su sonrisa interior se le sale a la cara, y provoca en esa otra cara que le mira también sonría, casi por última vez.
XII.
-- No sabía--, susurra --, no sabía eras tú, ése día, en el desierto.
-- Yo sí sabía eras tú, tal vez por eso no te maté--, responde, y le mira con todo el amor que han tenido entre sí conjugado en ese mirarse de frente, al poco siente le aprieta muy quedo la mano que sostiene su mano, y sonríen juntos, ahora sí por última vez.
XIII.
Qué sola queda una casa cuando de dos que la habitan uno queda velando la ausencia del que ha dejado de ser. Pensaba en eso al sacar del armario las pistolas guardadas durante catorce años --por ser catorce, infinitos--, buscando el remedio a esta terrible carga que es despertar cuando sólo en sueños se puede volver a vivir lo perdido.
Dentro del estuche, estaban las armas, dos balas justas, y una hoja con un poema y una firma.
XIV.
Fue en esa firma donde por fin supe su nombre, si es que llamarse Sin Nombre es tener uno. Y supe también tendría que vivir entre las horas el resto de mis días, mis noches y las farsas en ellos acumuladas, pero ya sin remordimientos: aquel cartel de "Se busca" finalmente nadie habría de cobrarlo.
XV.
Epílogo
Sin ti, las horas que he vivido han sido
muertas, vanas, cual meras fantasías:
tan pronto como pasan, ya se han ido,
dejando sólo el vacío de los días.
En ti, en cambio, el tiempo transcurrido
es tan vital, que vivo cada instante
envuelto y tan feliz de estar perdido
en la gracia sutil de ser tu amante.
Y muero, amor, contento en el delirio
sin saber si este, o este, o esos otros
son el nombre con el cual te he escrito.
¡Vive, amor, por los dos! está descrito
si uno muere, perdura en el nosotros
como en su canto el cisne, y todo lirio.
Sin 1 Nombre.